top of page
Search

Ensayo filosófico

  • talitistudio
  • Jun 10
  • 4 min read

Los sueños son trampolines: sobre el deseo, la elevación y la renuncia


A lo largo de la historia del pensamiento, el deseo ha sido concebido tanto como impulso creativo y transformador como fuente de su

frimiento y engaño. Desde Platón hasta el budismo, pasando por Schopenhauer, Nietzsche o Bloch, la filosofía ha debatido la legitimidad de aspirar a algo que no está presente y la naturaleza del anhelo como motor de la acción humana. Este ensayo propone una metáfora específica: los sueños no deben entenderse como metas a cumplir, sino como trampolines. Lejos de constituir fines estables o realizables, los sueños operan como fuerzas que permiten al sujeto elevarse momentáneamente, vislumbrar nuevas posibilidades y emprender un movimiento vital. No se cumplen, se atraviesan. Y su valor reside no en el resultado, sino en la transformación que provocan.


I. El sueño como impulso estructurador

El sueño — entendido aquí como deseo o anhelo de realizar una idea atractiva — no necesariamente responde a una necesidad concreta ni a un plan racional. Su potencia reside en su capacidad para movilizar el sistema psíquico y simbólico de un individuo. En este sentido, se presenta como una ficción funcional: organiza la atención, canaliza la voluntad y da dirección a la acción. Funciona, por tanto, como una estructura provisional, cuya eficacia no depende de su realización, sino de su capacidad para generar movimiento.

El deseo no parte de la ausencia, sino de la evocación de un futuro posible. Esa evocación transforma la posición existencial del sujeto, que abandona el estado estático o de repliegue para orientarse hacia lo otro. No se trata de alcanzar el objeto soñado, sino de que el deseo sea suficientemente potente como para interrumpir la inercia.


II. La interrupción de la realidad

Sin embargo, el camino abierto por el sueño inevitablemente se encuentra con los límites de la realidad. Estos pueden adoptar diversas formas: imposibilidad externa, transformación del contexto, pérdida de sentido o desgaste interno. En ese punto, el sujeto comprueba que el sueño no era realizable tal como lo había proyectado. Esta confrontación no implica necesariamente un fracaso, sino la revelación de la función transitoria del sueño: su cumplimiento literal no era el objetivo, sino su capacidad de abrir un recorrido.

La metáfora del trampolín cobra aquí pleno sentido. El sujeto es impulsado hacia una visión ampliada, hacia una altura que le permite ver más lejos, pero el regreso es inevitable. La caída no implica un retroceso, sino una nueva fase: con lo visto desde lo alto, hay que seguir caminando. El sueño ha sido eficaz como elevación, no como destino.


III. El peligro del apego: del trampolín a la trampa

La potencia transformadora del sueño puede convertirse en trampa si el sujeto confunde el impulso con el fin. En ese momento, surge el apego: la necesidad de sostener la imagen proyectada, incluso cuando ya ha dejado de tener sentido. El deseo deja de ser motor y se convierte en carga. La persona intenta salvar la estructura imaginaria por lealtad al pasado, por nostalgia o por miedo a perder la identidad que había depositado en ella. Este gesto genera autoengaño, bloqueo y sufrimiento.

En este punto, la renuncia aparece como una forma de lucidez. Soltar el sueño no es una derrota, sino un acto de responsabilidad interior. Requiere aceptar la caducidad de la imagen ideal, asumir el dolor de su pérdida y reorientar el deseo hacia formas nuevas.


IV. La flexibilidad como virtud despiadada

Contrariamente a la imagen amable que suele atribuírsele, la flexibilidad — entendida como capacidad de adaptación radical — puede implicar una violencia simbólica considerable. Ser flexible en relación con los propios sueños implica reconocer cuándo una estructura de sentido ha dejado de ser fértil y actuar en consecuencia, incluso si eso supone abandonar una parte muy querida del propio imaginario.

Esta forma de lucidez, que podríamos llamar despiadada, no niega el valor del sueño, pero se niega a absolutizarlo. Implica aceptar que uno de los rasgos más complejos de la madurez existencial consiste en abandonar incluso aquello que nos había salvado en otro momento. Es, en términos simbólicos, una forma de muerte parcial que permite el surgimiento de una nueva configuración subjetiva.


V. "Ecos del alma": la dimensión platónica del anhelo

Desde una perspectiva platónica, los sueños no son simples proyecciones psicológicas o construcciones culturales. Pueden entenderse como reminiscencias, como ecos del alma que recuerda algo esencial. El deseo profundo no sería entonces una invención, sino una forma de memoria metafísica. En este marco, el sueño no tendría que ser coherente, útil o realizable. Su verdad radicaría en su capacidad de señalar una dirección de elevación, una forma de alineación con lo más alto, aunque las consecuencias de esa búsqueda sean ambiguas, incluso dolorosas.

La función del sueño no es prometer un paraíso, sino movilizar al sujeto hacia una forma más elevada de sí mismo. A veces a través del logro. A veces a través de la pérdida.


Los sueños, en tanto trampolines, no deben entenderse como promesas de cumplimiento, sino como dispositivos de transformación. Su función no es realizarse, sino activar procesos de desplazamiento interior y reconfiguración existencial. La madurez no consiste en cumplir todos los sueños, sino en aprender a usarlos y a soltarlos cuando llega el momento. Y, quizá, en conservar la capacidad de seguir soñando con la misma intensidad, aun sabiendo que no se cumplirán.

 
 
 

Comentários


bottom of page